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Blog de Javier Memba

El insolidario

Sol y sombra (una enfermedad crónica y mítica)

Archivado en: Ficciones, inéditos

Foto: Javier Memba

            Los recuerdos están contaminados no sólo por la subjetividad, también por lo que quisimos que hubiera sido y no fue. Y muy a menudo, incluso por esas mentiras que alumbramos en torno a esos deseos frustrados que nosotros mismos nos acabamos por creer.

            Sin embargo, la memoria que guardo de mi descubrimiento de la euforia es nítida, concisa y clara. Tenía yo doce años, hablamos de 1972, y fue en una excursión del colegio a Cadalso de los Vidrios. Entre los pinares de este pueblo madrileño, perdido con dos de las chicas más guapas y peores de clase -esa belleza tenebrosa que tanto me habría de atraer con posterioridad-, la euforia comenzó a apoderarse de mí y me ayudó a superar la timidez que me azoraba ante la proximidad de aquellas muchachas y de todas las que me gustaban. Una de ellas, Amelia se llamaba, me lo puso tan fácil que incluso la toqué. Fue involuntariamente, bien es cierto, pero también fue la primera vez que toqué un cuerpo femenino. Masculino lo sigo sin tocar. Al menos en el sentido que el buen entendedor comprenderá.

            -Dean Martin no era un borracho -nos dice ahora Maldonado-. Simulaba estarlo para cumplir con su fama de serlo de cara al respetable... No hace mucho, leí uno de esos textos que acompañan a los cds, y allí se aseguraba que fingía porque el público le quería así, jactándose indolente de estar bebido. Pero era té lo que llenaba el vaso que le acompañaba invariablemente en los escenarios...

            -Yo soy del Real Madrid porque vi a Sinatra en el Bernabeu en el 86 -le interrumpe Josué. Nadie le capta.

 

Josué

            Para ellos, Josué no es más que un pobre anciano que tiene delirios de grandeza. Aunque su madre y su hermana le pagan las facturas, no le pueden ni ver. "Pasa solo la Navidad" aseguran en el grupo. Yo, que ya le conocía antes de venir a estas reuniones... Diré más, yo, que le conozco de cuando aún eran gracias las desgracias que nos han traído a ellas, doy fe de que es cierto. Dos mujeres le dejaron por borracho, por gandul y por egoísta. Llevándose a los hijos, naturalmente. Él las vio marchar en una de esas semanas en blanco, como las páginas de cortesía de los libros, que se nos van bebiendo durante los ocho días.

            -Y nunca me pidieron nada. Aunque tenían derecho- se mofaba recordando sus rupturas.

            -Para qué iban a hacerlo si sabían que no se lo ibas a dar -apostillaba yo entonces, antes de volverme al camarero y pedirle un sol y sombra más.

            En sus últimas borracheras no le echaban a patadas de los bares, como hicieron durante toda su experiencia con la euforia, porque hay que ser muy canalla para pegar a un hombre de 65 años. Pero le echaban a voces. Y él, con la cabeza humillada e ignorante del escándalo organizado la tarde anterior -a su edad ya le era de todo punto imposible llegar bebiendo hasta la noche-, se marchaba llamando a los dueños de la casa "hijos de puta". Se preguntaba entonces qué como le podían hacer eso a él, después de "los millones que les he dado a ganar".

            Su memoria estaba -y está- tan horadada por la euforia que no recordaba que unas horas antes, en ese mismo establecimiento, había faltado a todas las mujeres que creyó oportuno. Con las mismas, gritó que "cada uno hace con su culo hace lo que le da la gana", como según él decía un conocido cantante de los años 70 con el que se jactaba de haber mantenido relaciones sexuales.

            Ebrio o sobrio, pero ebrio aún más, Josué es un payaso de marca mayor. Por mucha buena disposición para el prójimo que requieran nuestras reuniones, esto es un hecho innegable. Se compara con Cary Grant -"porque tengo pelo y planta"- en base a que el actor fue contratado para protagonizar Charada (1963), la inolvidable comedia de intriga de Stanley Donen, cuando tenía su edad...

            Yo llamo "euforia" al alcoholismo porque eso es lo que busco en una borrachera. En las primeras, con la forma del entusiasmo para superar la timidez; en las últimas, con la de la lucidez para brillar entre la gente. Pero siempre algo en relación con los demás. Por eso, cuando bebo en casa -podré decir "bebía" alguna vez- me emborracho mucho menos.

            El borracho es un tipo envalentonado. Cuando las posiciones militares, de ordinario, se tomaban a bayoneta calada, a la tropa se le daba coñac -se decía que mezclado con pólvora- para que saltaran las barricadas y los parapetos con el debido ímpetu. Y el coñac, en sublime mixtura con los himnos y las arengas, obraba en los soldados el coraje necesario para ir a morir cantando. Todo es tan parecido a las palizas, que se dan ahora esos menores borrachos y ahítos de bakalao los fines de semana, que a menudo me preguntó si quienes buscan respuestas al alcoholismo adolescente habrán reparado en la timidez que subyace en los borrachos de diecisiete años, edad a la que no se puede ser serio según Rimbaud. Seguro que sí. No hay nada nuevo bajo el sol. Puede que lo del botellón sea algo novedoso. Pero yo ya era un aprendiz de borracho sin haber cambiado aún la voz.

            Treinta años después de que me fuera dada la voz de hombre y la superación de la timidez, buscaba en la botella brillantez, ese esplendor que me proporcionaba el alcohol frisando ya la treintena. Aquellos días, estando bebido -y no me engaño como el cocainómano convencido de que todo el mundo le mira-, me volvía más chulo que nadie. Siempre el enardecimiento de la priva. Y latía en mí un tenebroso magnetismo que me hacía llamar la atención de la mayoría de las mujeres que me salían al paso. Se trataba de la atracción del abismo, no cabe duda. Pero las mujeres me veían como a una suerte de legionario, un subrepticio novio de la muerte. Y eso es exactamente lo que era bebiendo sol y sombras -anís y coñac como es sabido- mientras el resto de la clientela del bar de turno se daba a las infusiones y los cafés, como mandan las primeras horas de la mañana y los cuidados del hígado. Sí señor, aquel arrojo en la lucha contra mí mismo me hizo brillante.

            Aunque lo sé cierto, he de insistir, ahora recuerdo aquel esplendor como un espejismo. Porque lo normal es no brillar. "Tú no llames la atención, procura pasar desapercibido", le dicen a sus hijos los padres que los quieren mediocres, que es lo normal. Y yo, siempre perdiendo.

            ¿Cuál fue el camino que me llevó de aquella gallardía, de aquella fascinación que despertaba al beber a mis treinta años, a ser un borracho que habla a voces en los bares o se queda dormido en una barra? ¿Cuál fue el camino que me llevó de ser el chico seguro de gustar a ser ese que molesta invariablemente cuando se dirige bebido a alguien? Estas preguntas son otras de las cosas que me traen a estas reuniones.

            Desde aquella temprana borrachera en Cadalso de los vidrios, preadolescente aún, vengo fijándome en la forma en que los borrachos crispan la expresión de los serenos. Era desolación, más que ninguna otra cosa, lo que asomó al rostro de la profesora cuando descubrió a Amalia como una cuba. "¿Qué van a decir sus padres cuando vean en qué estado les devolvemos a su hija?", calculó que se preguntaría, ignorante de que fue la propia Amelia quien llevó la bota de vino que nos procuró mi primera euforia.

            Hay gente que odia a los borrachos porque sí, como surge cualquier otra fobia. Como nosotros odiamos a los abstemios. Dicen que es porque ellos, nuestros enemigos viscerales, tienen problemas de hígado. Sé reconocerlos y puedo asegurar que no había ninguno de los adversarios natos del licor entre los últimos clientes sobrios de los bares, a quienes me dirigí en mis últimos ciegos para comentar una canción. Y, sin embargo, todos me dedicaron una mirada de conmiseración o de desprecio. A diferencia de Josué, yo enseguida me daba cuenta y dejaba de molestar. Es curioso lo que llegan a incordiar los borrachos en los mismos bares donde les han puesto hasta arriba.

            Por saltar los parapetos, las barricadas que -imaginarias o no- me separaban de las chicas que quería conquistar, bebí mi primer sol y sombra a los 14 años, antes de ir a un guateque -"reunión" las llamábamos entonces porque palabras como "novios" y "guateque" nos parecían cursiladas de tiempos pretéritos- en el garaje de la casa de E. N., la muchacha que me inspiraba entonces. Es mejor no consignar aquí su nombre.

            El Alain de El fuego fatuo (1931), de Pierre Drieu La Rochelle, también bebe porque no sabe amar. Porque quiere atrapar el tiempo, la belleza, la juventud. Sorprende lo bien que interpreta ese dandi fascista que fue Drieu La Rochelle los motivos de tantos borrachos, entre lo que me incluyo. Y sorprende lo bien que interpreta Louis Malle esta quimera en esos planos de Maurice Ronet -Alain en la pantalla- mirando a las mujeres en la versión cinematográfica de esta novela. Aún recuerdo a mi buen amigo J. L. A. P. vitoreando aquello de "¡Alcohol y mujeres hasta que se acaben!". En nuestras viejas noches, allá por los años 80 en Malasaña y los Patios de Aurrerá, al oírle aludir a tan ideal comunión, yo sabía que ya estaba eufórico. Estábamos eufóricos. Otra vez bebidos.

            "¡Viva el vino y las mujeres!", rezaba una canción de Manolo Escobar plena de ese ardor patriótico que rezumaba la España en la que crecí. Muy probablemente, en todos los borrachos hay un anhelo de amor tan grande como en esos adolescentes, aprendices de suicidas, que no quieren morir, sino sencillamente llamar la atención de sus padres o de aquella por la que suspiran en vano.

            El alcohol toca tan de cerca al deseo sexual -o sentimental- que, apenas surgieron las camareras de los bares de copas, se convirtieron en un mito erótico de primerísimo orden. De ahí lo triste que es la gracia de que borracho no se pueda copular. O por mejor decir, no se pueda llegar hasta el final. La virilidad se yergue pero no estalla.

 

Agus

            -Le cogieron una papelina y le echaron -recordó el otro día Agus refiriéndose a alguien que conoció en un centro de rehabilitación por el que pasó antes de recalar entre nosotros-. A mí también me han echado... Mis padres... De su casa... Un par de veces -continuó con una ironía cuya gracia fue tan triste que nos procuró a cuantos le escuchábamos un escalofrío-. Me he visto durmiendo en la calle, junto a un cartón de vino de mesa y soñando con poder emborracharme con whisky barato. "Give me a drink", recuerdo que me decía Estelle, mi novia estadounidense, cuando dormía entre ella y una botella de ese anhelado whisky barato.

            Siempre me pareció tan de película, tan impostado, eso de confesarles a unos desconocidos que eres un borracho, como inútiles las terapias de grupo. Ante este panorama, incluso en las primeras de nuestras reuniones a las que asistí, me daba coraje hablar. Otro coraje, o pudor por mejor decir, me llevó a dejar de jactarme de ser un borracho. Esa vergüenza que comenzó a abrumarme al día siguiente del ciego fue el primer signo externo del reconocimiento de la enfermedad. También es el pudor lo que nos mantiene en el anonimato. Como en la legión, la mítica al menos, aquí no se le pide a nadie que dé su verdadero nombre.

            Aún me reía de mis borracheras durante sus resacas cuando me caí al suelo de puro ebrio por primera vez. Fue en la calle Miguel Servet, volvía yo de ponerme hasta arriba en el bar de un amigo en la del Olivar y por un instante sentí la sombría placidez de ese abandono al que se entregan los borrachos que la duermen en la calle, como Agus en aquel par de ocasiones. Me dio vértigo, como mirar a un abismo. Sin más ni más. Calculo que esa lasitud no dista mucho de la del heroinómano entregado al sueño de su embriaguez. En cualquier caso, dado que el alcoholismo es un problema de relación con los demás, con los que tanto cuesta comunicarse estando sereno, comprendí la necesidad de exteriorizar sus causas a la gente, a esos otros. Esa caída fue lo primero que les conté tras decir que respondía a un nombre, también falso, y confesarme un borracho.

            En apariencia, ellos me prestaron la misma atención que yo a ellos al escucharles sus cuitas. Más que a esa condescendencia con el prójimo, tan precisa para nuestras terapias como el orden en nuestra vida de enfermos, creo que la atención que dedicamos a quien confiesa sus desdichas se debe a que, de un modo u otro, todos nos identificamos con ellas.

            Agus, según nos cuenta, y sus modales parecen confirmarlo, fue un alto directivo que lideró un equipo de 20 personas. La botella le de dejó, por este orden, sin trabajo y sin esposa. En aquél le dijeron que con sus desvaríos de borracho "había hecho perder a la empresa más dinero que la huelga del 2003"; en su casa, su mujer le cerró un día la puerta después de llevar una de esas semana bebiendo, sin comer y todo eso. Luego, el juez se lo quitó todo, desde el piso hasta la custodia de los niños. Beber ya no es atenuante de nada, como lo era en la España que vitoreaba en sublime unión al vino y a las mujeres. Antes al contrario.

            Después llegó la amiguita estadounidense, una mujer como nosotros: una alcohólica a la que conoció en una de las barras que frecuentó en una de esas semanas que se le fueron en blanco, como se pasan las páginas de cortesía de un libro. Apenas abría los ojos, esas noches en que Agus dormía entre ella y su botella de whisky barato, le pedía un trago. "Give me a drink", la recordaba diciendo el otro día, con una nostalgia infinita, nuestro compañero.

            Cuando a Agus se le acabó el dinero, la americana se fue con un yonqui que la dio a probar esa heroína marrón, letal como pocas.

            -La brown sugar- le dijo alguien cuando el amante del whisky barato no daba con el nombre.

            Agus volvió entonces a casa de sus padres, ya ancianos, con cuarenta y tantos años. Siguió bebiendo hasta el delirio y le echaron. Pidió perdón y le admitieron. Volvió a beber hasta el delirio, hasta ver los elefantes rosas y los ciempiés subiendo por las paredes: volvieron a echarle. Y volvieron las noches al raso, las resacas a la intemperie, acurrucado en un banco con el brick de vino de mesa y soñando con el whisky barato.

            Yo no he perdido ni trabajo ni esposa porque estoy casado con una auténtica santa que, sólo por haber aguantado mis borracheras durante los veinte años que ya dura nuestro matrimonio, tiene el cielo ganado. Quizás lo menos grave que ha tenido que soportarme ha sido la reivindicación del pensamiento joseantoniano. Bien es verdad que de pequeño, en esa España que vitoreaba en sublime unión al vino y a las mujeres, fui de la OJE. Supe de la revolución pendiente de los falangistas y de la persecución de la fueron objeto los hedillistas -herederos de la idea de su fundador- por parte de Franco. Pero de ahí a empezar a reivindicarlo en los bares, treinta y tantos años después, hay un trecho considerable. Desde luego, dicho trecho pasa por la grima que le da a la gente oír hablar de cuanto atañe a todo esto y mi antiguo deseo de querer ser más chulo que nadie.

            Bien por escandalizar, bien obedeciendo a viejos sentimientos dormidos durante los años que fui hippie, rocker y otras cuantas cosas, a cual más alejada de los camisas azules, no me detendré en los motivos que me llevaban a tales exaltaciones. Sí en la sorpresa que provocaba en quienes me escuchaban que yo, perteneciendo a una de esas razas despreciadas por Drieu La Rochelle, hiciera tales afirmaciones. No deja de ser una paradoja que sea español y además fuera un niño feliz en la España de Franco. ¿Acaso la primera decepción que me deparó la vida fue no poder ser un auténtico fascista?

            En fin, de no haber sido un verdadero borracho jamás hubiera hecho ninguna manifestación de estas cuestiones en público, haciendo alarde. Mi pobre esposa me las escuchaba pacientemente cuando la llegaba a casa enajenado por el ron a las cuatro de la mañana y la despertaba a besos, olvidándome por completo de que ella tenía que levantarse para ir a trabajar dos horas más tarde. Bendita sea por siempre su paciencia.

            Ya no es por anhelo de amor por lo que bebo, como hacía de soltero. Amado por la mujer más maravillosa del mundo, sigo afecto a la botella guiado únicamente por esa tenebrosa belleza de la parca que late en el fondo de cada sol y sombra. Ahora bebo porque soy el mayor enemigo de mi mismo.

            Peores eran esas otras madrugadas que la despertaba, igualmente borracho hasta el delirio, diciéndola que quería que tuviéramos un hijo. Afortunadamente, ella, siempre serena, se mantuvo firme en la posición de nuestras primeras noches, cuando decidimos no tenerlos.

            Estoy convencido de que mi padre, que también era un borracho y peor que yo porque se ponía violento, me alumbró ebrio. En fin, fueron tantas y tantas las cosas que la santa me aguantó, y estando yo casi siempre sin ganar más dinero que el mis colaboraciones periodísticas, que su abnegación ha sido la piedra angular de mi esfuerzo para intentar superar mi desenfrenado afán de botella.

            Lo peor fue aquella noche que llegué con hambre a casa. Tras despertarla a besos puse a cocer unos raviolis y a llenar la bañera. La preparación del baño y de la cena me ocupaban cuando, de pronto, como sobreviene siempre, se apoderó de mí el sueño de los borrachos. Media hora después me despertaba el humo. El agua de la pasta había hervido, los raviolis se habían quemado y la cazuela, pegado a la vitrocerámica. Pude cerrar el grifo de la bañera antes de que el agua rebasara sus bordes. Pero cuando fui a despegar la cazuela de la cocina, raje la placa.

            A la mañana siguiente, cuando la santa se despertó, me juró que si volvía a llegarle borracho me dejaba. He vuelto a llegarla ebrio decenas de veces y aún no lo ha hecho. Aguanta mi alcoholismo con el mismo estoicismo que lo hacía mi madre.

            En una de esas borracheras, ese sueño, que ya sea en la barra de un bar, en un banco de la calle o en cualquier otro sitio sume sin remisión a los borrachos en esos instantes en que la euforia decrece, se apoderó de mí mientras escribía un artículo que estaban esperando urgentemente en la redacción. Me quedé frente al ordenador. Dos horas después me despertaba la llamada desesperada del redactor jefe. Sólo faltaba mi crónica para llenar una página. Esa baza no perdí mi trabajo porque en el periódico también hay gente que me aprecia de veras. Fue en el 2005, creo.

            ¡Qué lejos estaban ya aquellas alegres noches de los años 80! En la madrugada que sucedió a una de ellas, ese mismo sueño de borracho, que estuvo a punto de hacer que ardiera mi casa o me quedara sin trabajo, se apoderó de mí. Cuando desperté me encontraba  en un vagón del último metro, detenido en la Estación de Marqués de Vadillo. Afortunadamente, aún me encontraba en ese necio periodo en que estas cosas me hacían gracia. Lo que siguió fue una caminata por general Ricardos, la Vía Carpetana y medio suroeste de Madrid antes de llegar a mi casa, pasadas ya las cinco de la mañana. Son tantos los recuerdos de borracheras y resacas que pueblan mi contaminada memoria que me avergüenzo.

            -Al entrar, aquello, más que un centro de rehabilitación, me pareció un hospital psiquiátrico -continuó Agus en aquella confesión de hace unas sesiones a la que me refiero. Eurípides nos dice que Dios, antes de destruir a sus víctimas, las enloquece. Seguro que ese dios es Baco. Nuestro compañero nos hablaba de la impresión que la causó la primera visión del pasillo que parecía ser la arteria principal del centro:

            -Estaba lleno de gente cuyos rostros denotaban ese sosiego ficticio de los medicados, esa calma en la que la que late un profundo tormento. Y yo, que había ingresado allí voluntariamente, para tener un lugar donde pasar la noche... También para acabar con mi monomanía con el whisky, sí, pero, básicamente, para tener un lugar donde pasar la noche, sentía como si se estuvieran proyectando diez películas a la vez en mi cabeza. Les tuve miedo. Su mirada era la de los perseguidos por la locura, por los seres invisibles. Así que me esforcé en ver formas lógicas cuando un médico, que me sentó en su gabinete, comenzó a enseñarme machas de tinta china y a preguntarme qué me inspiraban.

 

Chacón

            Eso de las diez películas en la cabeza, eso de tener un multicine en el coco, es la mejor definición de la locura que he oído. También sé del miedo del borracho cuando de la euforia se pasa a esas sombras que te preguntan en la cama por los cientos de días que has perdido ebrio. Días enteros que se fueron entre los sol y sombras de por la mañana -en ayunas por supuesto- y los cubalibres de la madrugada, sin haber probado aún más alimento que las tapas de las cervezas del mediodía. Ya no eres capaz de beber porque, literalmente, no te cabe más líquido en el cuerpo. Y luego las resacas correspondientes. También días sin medrar, como hubiera sido debido.

            Calculo que ese miedo es un miedo a ti mismo. Y piensas que alguna vez habrá que parar, que poner punto y final, al menos, a la borrachera que te ocupa en esos días. Porque las drogas, como dice David Crosby -y el alcohol lo es sin duda alguna, aunque de diferente forma a la apuntada por los heroinómanos en sus justificaciones- no tienen más salida que dejarlas o La Parca, la Camarada Seca.

            En las borracheras de adolescente y de joven, todo me daba vueltas y santas pascuas. En las borracheras de mis cincuenta años, es mi conciencia la que me abruma por esa copa que ha sido demasiado y esas cien no han sido suficientes, como con tanto acierto observaba Eric Clapton, otro borracho de los buenos. Después de cuatro o cinco días bebiendo en las condiciones expuestas anteriormente, el aliento me sabe a las entrañas, que tienes doloridas, y notas en la sangre una temperatura diferente. No es fiebre exactamente. Es como si corriera por ellas un cuerpo extraño.

            -Me llamo Chacón, amigo Chacón o Chacón a secas, como más os guste y soy un borracho -digo ahora cuando comienzo a hablar para que me conozcan los recién llegados a nuestro grupo. Todos los días hay nuevos. Aún huelen a taberna-. Temo a la muerte, a esa Camarada Seca que me aguarda en el fondo de todas las botellas que vacío. En las noches que siguen a la euforia, todas las disculpas que he buscado para volver a beber se me derrumban. La preocupación por las deudas que me agobian de antiguo es mayor. Como he pronunciado vítores prohibidos, tengo miedo a que se crean que soy un facha en un tiempo que exalta a Miguel Hernández, comisario político de la sanguinaria brigada de El Campesino. Me abruma perder el trabajo, ¿qué habré dicho o no habré dicho al redactor? Y, sobre todo, me aterra que acabe por dejarme la santa.

            »Se suma a tanta bruma, a tanto agobio una nueva inquietud: la producida por cierto dolor y ciertos bultos en el cuero cabelludo. Quiero creer que es ahí, aunque mucho me temo que los bultos, más que granos, son trombos en las venas del cerebro. Siempre acaban por disolverse, pero trombos al cabo. La congestión, desde luego, es como la de los catarros. Pero exactamente igual de preocupante que la me procuraba inhalar cocaína. Tengo la lengua irritada y el interior de los labios llagado, de retener los sol y sombras en la boca mientras hacía el esfuerzo por tragarlos. Y si la boca está así, cómo estará el hígado, los riñones, el bazo...Y mientras tanto, los gases de la coca cola de los cubalibres haciendo ruidos en mi estómago, sonidos que delatan que hace varios días que no como en condiciones. Y temo, sobre todo, perder a mi mujer, y me levanto de la cama para acostarme en el sofá. Y allí, después de varias horas de brumas, temores y remordimientos, consigo conciliar un sueño frágil, breve, pero profundo como lo será el de la noche siguiente, superado el primer día de la resaca. Y pienso que sería mejor no despertarse.

            »Recuerdo una ocasión, durmiendo uno de esos sueños frágiles, breves y profundos de esas noches de ese desasosiego, que sobreviene cuando la euforia de la semana bebiendo en ayunas remite, que tuve una extraña experiencia onírica. La protagonizaba un niño en un desolado lugar del extrarradio de no sé qué ciudad. Observaba bailar a otro una magnética danza con las piernas. De pronto la danza se tornaba un horror, que atrapaba al muchacho que miraba, y yo resultaba ser aquel niño.

            »Por más disculpas que se busquen para beber -disculpas que luego se vienen abajo en la noche de los sueños frágiles, breves y profundos, entre las sombras del desasosiego-, el alcoholismo es una enfermedad crónica, bien es cierto. Pero también mítica. Ya llevas un mes sin beber, el primero de esos cuatro de abstinencia, que dicen son menester para dejar la botella, cuando de pronto la santa se va a ver a sus padres y tú te tomas un cacharrito. Crees que será como a los treinta años, cuando podías parar sin mayor problema. Pero ya no es así. Tu voluntad ya está destrozada por el alcohol. Al día siguiente, apenas abren el bar de la esquina, vuelves a estar allí, exigiendo el sol y sombra en ayunas como José Alfredo Jiménez su tequila. Y tras el primero, tres o cuatro más, y luego las cervezas, y luego los cubalibres. Así hasta que el dinero, ese dinero que no tienes -es prestado- se acaba. Y entonces vas al cajero a ver si te da más. Y si te lo da, más que te gastas en priva. Y sigues bebiendo sin comer, con el aliento sabiéndote a las entrañas doloridas. Y así pasan los tres o cuatro días que tu mujer ha estado viendo a sus padres. Llega la hora de coger el coche y no puedes ir a buscarla.

            »Sí señor, el alcoholismo es una enfermedad crónica y, muy probablemente, hereditaria. Mi padre, como ya he dicho, era un borracho. Pero también mítica. Tan canónica a mi mitología personal, integrada por escritores y cineastas, como la tuberculosis en el ideal romántico. La única diferencia es que con los tuberculosos se convivía y con los borrachos no, a excepción de la santa. Yo bebo porque, con las correspondientes variaciones, todo lo que acabo de contar le sucedió a Malcolm Lowry. La noche de los ravolis, que casi prendo fuego a mi casa, me acordé de él. Di por sentado que, todos esos incendios que jalonan la biografía del autor de Bajo el volcán (1947), en donde solía perder sus manuscritos, fueron el resultado de sus borracheras. Y pienso en su Ivonne como en mi santa.

            »Beber, cuando yo era un niño, hijo de un borracho, en la España del vino y las mujeres en sublime unión, era una cosa de hombres. En las películas se bebía whisky en las rocas y todos necesitaban un trago -uno de aquellos "a drink", de la novia de Agus- cuando las cosas venían mal dadas. En algún momento de mi infancia decidí que iba a ser borracho como William S. Burroughs decidió ser heroinómano.

            Ahora bien, ser un borracho deliberado no te libra de las miserias del alcoholismo. Como tampoco se salva de las de la guerra el soldado voluntario.

***

            No se enteran de que Josué ha soltado lo de Sinatra porque, junto con Dean Martin, fue el alma del Rat Pack. Aquella "pandilla de la rata", que -cuenta la leyenda- les llamó Lauren Bacall en cierta ocasión que les vio salir a todos bebidos de casa de Judy Garland. Y una vez más, no obstante la buena disposición que requieren nuestras terapias, Josué vuelve a molestarnos. Creo que nos irrita tanto porque nos hace pensar que, si no dejamos la botella, seremos como él cuando los soles se hayan ido, sólo queden las sombras y tengamos sesenta y cinco años. Lo cierto es que le escuchamos con la misma tensión y desconfianza que la gente serena escucha a un borracho.

Noviembre, 2010

 

Publicado el 14 de marzo de 2011 a las 14:45.

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Comentarios - 2

1 | Gedeonín - 26/3/2011 - 18:50

Hola Javier ¿Eres tú Chacón?

2 | Javier Memba (Web) - 26/3/2011 - 18:54

Chacón cuenta algunos de mis recuerdos de tantos años de borracheras. Pero yo nunca he asistido a ninguna terapia de grupo. Jamás he bebido tanto como para que fuera necesario. Y aunque lo hubiera sido, nunca lo habría hecho. Antes muerto que gregario.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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Elogio de Richard Matheson

En memoria de Bernadette Lafont

Homenaje al gran Jean-Pierre Melville

Los amores de Édith

Unos apuntes sobre La reina Margot

Tributo a Yasujiro Ozu con motivo del 50 aniversario de su fallecimiento

Muere Henry Miller

Unos apuntes sobre dos cintas actuales

Las legendarias chicas de los Stones

Unos apuntes sobre el "peplum"

El cine soviético del deshielo

El operador que nos devolvió el blanco y negro

Más real que Homeland

El cine de la Gran Guerra

Del porno a la pantalla comercial

Formentera cinema

Edward Hopper en estado puro

El cine de terror de los años 70

Mi tributo a Lauren Bacall

Mi tributo a Jean Renoir

Una entrevista a Lee Child

Una entrevista a William McLivanney 

Novelistas japonesas

Treinta años de Malevaje

Las grandes rediciones del cómic franco-belga

El estigma de La campana del infierno

Una reedición de Dalton Trumbo

75 años de un canto a la esperanza

Un siglo de El nacimiento de una nación

60 años de Semilla de maldad

Sobre las adaptaciones de Vicente Aranda

Regreso al futuro, treinta años después 

La otra cabeza de Murnau

Un tributo a las actrices de mi adolescencia

Cineastas españoles en Francia

El primer surrealista

La traba como materia literaria

La ilustración infantil de los años 70

Una exposición sobre la UFA

La musa de John Ford

Los icebergs de Jorge Fin

Un recorrido por los cineastas/novelistas -y viceversa-

Ettore Scola

Mi tributo a Jacques Rivette

Una película a la altura de la novela en que se basa

Mi tributo a James Cagney en el trigésimo aniversario de su fallecimiento

Recordando a Audrey Hepburn

El rey de los mamporros

Una guía clásica de la ciencia ficción

Musas de grandes canciones

Memorias de la España del tebeo

70 años de la revista Tintín

Ediciones JC regresa a sus orígenes

Seis claves para entender a Hergé

La chica del "Drácula" español

La primera princesa de la lejana galaxia

El primer Tintín coloreado

Paloma Chamorro: el fin de "La edad de oro"

Una entrevista a la fotógrafa Vanessa Winship

Una recuperación del Instituto Murnau

Heroínas de la revolución sexual

Muere George A. Romero

Un mito del cine francés

Semblanza de Basilio Martín Patino

Malevaje en la Gran Vía

Entrevista a Benjamin Black

Un circunloquio sobre la provocación

Una nueva aventura de Yeruldelgger

Una dama del crimen se despide

Recordando a Peggy Cummins

Un tributo a las yeyés francesas

La última reina del Technicolor

Recordando a John Gavin

Las referencias de La forma del agua

El Madrid de 1988

La nueva ola checa

Un apunte sobre Nelson Pereira dos Santos

Una simbiosis perfecta

Un maestro del neorrealismo tardío

El inovidable Yellowstone Kelly

Que Dios bendiga a John Ford

Muere Darío Villalba

Los recuerdos sentimentales de Enrique Herreros

Mi tributo a Harlan Ellison

La inglesa que presidió el cine español

La última rubia de Hitchcock

Unos apuntes sobre Neil Simon

Recordando Musicolandia

Una novelista italiana

Recordando a Scott Wilson

Cämilla Lackberg inaugura Getafe Negro

Una conversación entre Läckberg y Silva

El guionista de Dos hombres y un destino

Noir español y hermoso

Noir italiano

Mi tributo al gran Nicholas Roeg

De la Escuela de Barcelona al fantaterror patrio

Recordando a Rosenda Monteros

Unas palabras sobre Andrés Sorel

Farewell to Julia Adams

Corto Maltés vuelve a los quioscos

Un editor veterano

Una entrevista a Wendy Guerra

Continúa el misterio de Leonardo

Los cantos de Maldoror

Un encuentro con Clara Sánchez

Recuerdos de la Feria del Libro

Viajes a la Luna en la ficción

Los pecados de Los cinco

La última copa de Jack Kerouac

Astérix cumple 60 años

Getafe Negro 2019

Un actriz entrañable

Ochenta años de "El sueño eterno"

Sam Spade cumple 90 años

Un western en la España vaciada

Romy Schneider: el triste destino de Sissi

La nínfula maldita

Jean Vigo: el Rimbaud del cine francés

El último vuelo de Lois Lane

Claudio Guerin Hill

Dennis Hopper: El alucinado del Hollywood finisecular

Jean Seberg: la difamada por el FBI

Wener Herzog y la cólera de Dios

Gordad, el gran maese de la heterodoxia cinematográfica

Frances Farmer, la esquizofrénica que halló un inquietante sosiego

El hombre al que gustaba odiar

El gran amor de John Wayne

Iván Zulueta, arrebatado por una imagen efímera

Agnès Varda, entre el feminismo y la memoria

La reina olvidada del noir de los 40

Judy Garland al final del camino de adoquines amarillos

Jonas Mekas, el catalizador del cine independiente estadounidense

El gran Edgar G. Ulmer

La última flapper; la primera it girl

El estigmatizado por Stalin

La controvertida Egeria del Führer

El gran Tod Browning

Una chica de ayer

El niño que perdió su tren eléctrico

La primera chica de Éric Rohmer

El último cadáver bonito

La exnovia de James Dean que no quiso cumplir 40 años

Don Luis Buñuel, "ateo gracias a Dios"

La estrella cuyo fulgor se extinguió en sus depresiones

El gran cara de palo

Sylvia Kristel más allá de Emmanuelle

Roscoe Arbuckle, cuando se acabaron las risas

Laura Antonelli, la reina del softcore que perdió la razón

Nicholas Ray, que nunca volvió a casa

El vuelo más bajo de la princesa Leia Organa

Eloy de la Iglesia y el cine quinqui

Entiérralo con sus botas, su cartuchera y su revólver

La chica sin suerte

Bela Lugosi y la sombría majestuosidad de Drácula

La estrella de triste suerte

La desmesura de Jacques Rivette

Françoise Dorléac

Klaus el loco

Una hippie de los 70

Jean Esustache, entre la Nouvelle Vague y el ascetismo

Nadiuska, un juguete roto

Thea von Harbou

Jesús Franco

David Cronenberg

Sharon Tate, como en un cuento de Sheridan Le Fanu

Un guionista sediento

La reina del fantaterror patrio

Dalton Trumbo y los diez de Hollywood

La primera chica que arrojó una tarta 

El desdichado Hércules contemporáneo

En la tradición familiar

El músico del realismo poético

Otro tributo a la gran Patty Shepard

Elmer Modlin y su extraña familia

Las coproducciones internacionales rodadas en España

Marilyn Monrore y su desesperado último gesto

Un amor más poderosos que la vida

El actor atrapado en sus personajes

Entre el fantasma de su madre y el final del musical

Barbet Schroeder

Amparo Muñoz

Samuel Bronston más alla de Las Rozas

Chantal Akerman

Françoise Hardy 

Un antiguo dogmático

Jane Birkin

Anna Karina, su turbulento amor y el Madison

Sandie Shaw, ya con calzado

El gran Serge Gainsbourg

Entre la niña prodigio y la mujer concienciada

La intérprete de Shakespeare que inspiró a The Rolling Stones

La maleta del capitán Wajda

Val Lewton y su dramatización de la psicología del miedo

La alimaña de Whitechapel

Cristina Galbó

La caravana Donner

Eddie Constantine

Un nuevo curso del tiempo

Rosenda Monteros

Una criatura de la noche

Una carta a Nicolás I

Edison y el 35 mm

Barbara Steele

El felón Esquieu de Floyran acaba con los templarios

Entre Lovecraft y Hitchcock

Tchang Tchong Yen recuerda a Hergé

La musa del ciberpunk

Néstor Majnó

Una leyenda del Madrid finisecular

El rey de la serie B

La primera cosmonauta soviética

Cuando la injuria sucede a la fatalidad

Bajo Ulloa y sus cuentos crueles

La cicerone de los Stones en el infierno 

Nace Toulouse-Lautrec

El París del Charlestón se rinde a Josephine Baker

Nastassja Kinski, la dulce hija del ogro

Un tributo a Sam Peckinpah

La leyenda del London Calling

Fiódor Dostoievski frente al pelotón de fusilamiento

Mi alucinada favorita

El hombre de las mil caras

El 7º de Caballería pierde la gloria

Un recuerdo de Silke

El genocidio camboyano

Peter Bogdanovich

Guy Debord y la sociedad del espectáculo

Un héroe de Iwo Jima 

Lupe Vélez tras el último tequila sunrise

El general Lee

Roman Polanski

Un hampón italoamericano

Jane Fonda en su juventud

Kraken en la Cuesta de Moyano

Josef von Sternberg

The Beatles en The Carvern y en el show de Ed Sullivan

Que la tierra le sea leve a Douglas Trumbull

El último superviviente del hampa de Chicago

Inma de Santis

El Álamo

Una musa insumisa

El malvado Zaroff y un elogio a las revistas pulp

Miles Davis

Un polaco y el amour fou

La Legión extranjera como género literario

Conchita Montenegro

Peter Lorre y su cara de villano

El juez de la horca

Syd Barrett

Kathleen Turner

Una caricatura de la hombría

Eric Clapton

Helga Liné

Butch Cassidy

Carlos Arévalo, un cineasta español

Nace el último bohemio

Pascual García Arano

María Perschy

El Combray de Ingmar Bergman

Carlos Castaneda

Una canción de Neil Young

Un suicida dandi

Hedy Lamarr

Philip K. Dick y sus realidades bastardas

La última mujer fatal

Andréi Tarkovski, otro maldito por la censura soviética

Nace la música de la New Age

"Wie einst" Lili Marleen

Una lectura de Byron en Villa Diodati

Un apostol de la sedición juvenil

Ava en mi ciudad

Rider Haggard

Una entrada para la "Historia universal de la infamia"

La Marguerite Duras cineasta

Gallardo y calavera

El hombre que vendió su alma a Elizabeth Taylor

El crímen de Charlotte Corday

Un elogio entusiasta de la urbe

Un ángel caído

Mary Bradbury teme por su vida

Pierre Étaix y su triste gracia

El mejor verano de los Rolling

María Rosa Salgado y su conmovedora discrección

La valentía de Ramón Acín

Sylvie Vartan

La cruz de Malta de Wim Wenders

La epifanía de Louis Daguerre

Carroll Baker

Marie Laforêt y mi amigo Eloy

Eliseo Reclus atisba su quimera

Patty Pravo

Richard Pryor contra sí mismo

Miroslava, una actriz marcada por la fatalidad

France Gall y el doble sentido

Robert Bresson y el cine puro

La gesta de Alekséi Stajánov

Nace el Rimbaud del Rock & Roll seminal

Dominique Dunne, una filmografía que se quedó en el aire

Un actor vampirizado por un personaje

Tolkien publica El Hobbit

La segunda musa de Godard

John Dos Passos entra en la eternidad

Alain Resnais, el cine de la memoria

Una musa del filme noir

El cadáver de Nancy Spungen en el Chelsea Hotel

La historia de Bobby Driscoll

Un icono del feminismo

Recordando a Tina Aumont

Colgaron a Gilles de Rais

Dario Argento

Nico en el cine

Dylan Thomas en su último trance

Brigitte Helm

Un punkie en la Disney 

Nace Billy el Niño

The Wall

Tennessee Williams

Vivien Leigh

Kazuo Sakamaki salva la vida en Pearl Harbor

El proscrito de la Escuela de Barcelona 

47 hombres de honor

Charlotte Rampling

La incomunicabilità del gran MIchelangelo Antonioni

F. Scott Fitzgerald

Un pilar del cómic estadounidense

Juliet Berto

Erik, el fantasma de la Ópera

Una comedia francesa

Un pesimista alegre

Una mirada indolente a la derrota 

Sender en Casas Viejas

Kipling en su último momento

Los hermanos Marx

Puente sobre aguas turbulentas

Anouk Aimée

Mary Shelley

Quentin Tarantino

Neal Cassady 

Natalie Wood

La heterodoxia de Ermanno Olmi

Fu-Manchú

Stefan Zweig pone fin a sus días

 

 

 

 

 

 

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